El título no me pertenece. Lo he pedido prestado a un escritor nacional muy reconocido: Raúl Pérez Torres, quien lo incluyó en su libro Micaela y otros cuentos, publicado en 1976. Pérez Torres contó en una entrevista que él jugó en Liga de Quito, club del que es seguidor ferviente, y de esa pasión nació su cuento de ambiente pelotero barrial con el que desafió los prejuicios de algunos intelectuales hacia el fútbol.

La narración misma y este fragmento tal vez no es ficción. Seguro que es evocación del juego, traído a la memoria de tiempos en que nada era más serio que un partido callejero, o en improvisadas canchitas de tierra que abundaban antes de que “el progreso” y las invasiones las condenaran a una muerte encementada: “Pero en la cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota más que ninguno, tal vez solo por eso gozaba de un pequeñísimo respeto como ahora en que el flaco me decía: ‘Chino, haz vos el partido’ y yo meditaba, me daba aires, miraba a todos uno por uno y decía serio: ‘Vos Chivolo acá, vos Patitas allá’”.

Mientras preparaba la segunda edición aumentada del libro antológico del cuento futbolero Entre las Letras y el Fútbol me detuve a leer a Pérez Torres y me emocionó otra vez, como hace muchos años, por la identidad que siento al deshilachar recuerdos de niñez y adolescencia: “Yo bajaba con Oswaldo por la Avenida América, robando la pelota con pases largos de vereda a vereda, cuando mamá salió a la ventana de la casa y me llamó a gritos. Me paré en seco mirando cómo la pelota se iba solita, sin nadie que la detuviera, que la acariciara, como lo hacía yo con mis zapatos de caucho ennegrecidos y rotos. Oswaldo estupefacto por un momento, corrió luego tras ella y yo regresé donde mamá, limpiándome las manos en el pantalón. Mi vieja, enfadada y marchita, llena de grandes surcos sus mejillas, me habló de la misma manera que hablan todas las madres pobres, me recriminó mi suciedad, mi vagancia y ese juego maldito que destruía mis zapatos y dejaba la ropa hecha sendales”.

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Los que vivieron la vida de barrio se sentirán identificados con el cuento del escritor quiteño y sentirán que vuelven a su memoria los alborotados tiempos de la pelota de trapo, de los que obtuvimos grandes lecciones de honor y solidaridad. En mi calle, que hoy no existe para el deporte porque la asesinó de una extensa puñalada la Metrovía, cada tarde había un “clásico” que se repitió hasta que nos llegó la juventud de trabajo y estudio.

Éramos dos equipos. El nuestro, de Pedro Moncayo y Aguirre, con un crack infantil como Lizardo Morales; un defensa alto, fuerte e impasable como Xavier Molina; y otros que pateábamos sin destino claro la pelota apenas nos llegaba. Y los de Clemente Ballén y Pío Montúfar, encabezados por un gran jugador que brilló luego en los juveniles de Emelec: Ricardo Killo Merchán. Ganábamos, perdíamos, había a veces un empate, pero todo terminaba en un abrazo y los refrescos que nos obsequiaba en su despensa la mamá de mi compadre Nelson Leche Cruz.

Al principio todo era para nosotros echar la pelota a la calle y correr todos tras de ella. No había sentido de equipo, todos éramos el equipo. Hasta que apareció nuestro primer maestro deportivo: el inolvidable Galo Lazo Salazar. Él nos dividió en grupos y nos explicó la esencia del juego: avanzar hacia el arco contrario para introducir el balón entre las dos piedras tradicionales —tarea de los delanteros— e impedir que nos hagan el gol —trabajo de los defensas—. Y al concluir el desafío a tres tantos, Galo Lazo nos hacía abrazar fraternalmente. ¿El premio?: para cada uno dos bombolinas, que eran el caramelo más sabroso de esos tiempos.

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Nos encantaba ver jugar los sábados de tarde a los que tenían unos pocos años más que nosotros. Ellos repetían el clásico barrial. Los de Pío Montúfar parecían tener ventajas, pues contaban con astros que estaban a punto de llegar a la primera división: Eduardo Buche Icaza, que luego fue al gran Río Guayas como alero derecho; Mario Cordero, que hizo carrera de goleador en Barcelona; y Pedro Leyton, hijo del gran Félix Leyton Zurita, zaguero central, que jugó de titular en reemplazo de Vicente Lecaro en el duelo que dio el título de 1960 al ídolo del Astillero. De nuestro lado ninguno de los muchachos llegó a primera, no por falta de clase, sino porque no quisieron o no les dieron oportunidad. Abel Morales, un arquerazo, fue fichado por Chacarita Juniors, el equipo de nuestro barrio, pero prefirió la carrera de la aviación y murió muy temprano en un accidente. Dos zurdos que hoy serían cracks, Nelson Cruz y Pepe Macuy, no siguieron en Chacarita porque el técnico, José Luis Mellizo Mendoza, no los quería alinear de punteros, que era su vocación natural, sino de marcadores de punta, un puesto que no sentían. Dassio Guineo Chacón, un centro delantero tipo Sigifredo Chuchuca, bueno para cualquier equipo que quisiera tener un goleador, prefirió seguir su oficio de enderezador y se preparó en uno de los talleres más famosos de Guayaquil, que funcionaba al lado de mi casa, en el solar de los Bejarano: el del Ñato Caucara García.

En el viejo Capwell

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Me gustó más el fútbol cuando fui al estadio Capwell viejo. Me sentí identificado con el amor a la divisa y la sana vehemencia con que cada jugador cumplía su papel. Era un fútbol de inspiración, de libertad sin desechar el orden. Los jugadores podían ejercer su iniciativa sin que el técnico obrara como un muñeco de cuerda: gesticulando y gritando al pie de la raya de cal. Total, a los llamados hoy “directores técnicos” ni se los conocía, a menos que fueran Jorge Muñoz Medina o Gregorio Esperón, pero salían discretamente y se sentaban en el banco de madera. Nadie los notaba. Gracias a esa libertad disfrutamos de futbolistas irrepetibles como José Vicente Loco Balseca y Daniel Pata de Chivo Pinto, que hoy provocarían un colerín en esos carceleros de la inventiva que son los DT; o del otro Loco famoso que nos hizo gozar con sus genialidades: Basilio Padrón, alero derecho del recordado Río Guayas.

Mi gusto por el balompié bien jugado nació con Barcelona, cuando vi a Enrique Pajarito Cantos haciendo el ala derecha con Jorge Mocho Rodríguez; con el arte de Guido Andrade y Clímaco Cañarte, y la excelsa finura de José Pelusa Vargas. Se fortaleció también con las piruetas goleadoras de Simón Cañarte, Carlos Raffo y Sigifredo Chuchuca. Aprecié siempre el fútbol puro, de inteligencia suprema de Jorge Bolaños o Galo Pulido, y el toque elegante que terminaba en gol de Enrique Raymondi o de Bolívar Merizalde; el talento cautivante de Moacyr Pinto y la maestría de Víctor Ephanor. Seguiré siendo un admirador de la conducción inteligente de Marcelo Trobbiani y Rubén Darío Insúa, y la habilidad goleadora de Carlos Muñoz.

“El fútbol debe ser siempre un espectáculo”, decía Johan Cruyff. Era ese el que me gustaba, jugando en la calle o en La Atarazana; viéndolo en los estadios o viviéndolo en la televisión. Como lo jugaba el Barcelona de la idolatría, el Ballet Azul de los Cinco Reyes Magos o el Barça de Guardiola. (O)