Me refiero a las de Estados Unidos y Ecuador, que pasan por tribulaciones muy graves.

Lo ocurrido en Estados Unidos ha conmocionado al mundo, afecta a todos los rincones del globo terráqueo, porque sus instituciones son admiradas y tomadas como ejemplo de solidez y estabilidad. Lo insólito es que ha sido provocado por su presidente, quien, en su megalomanía, se considera un genio y piensa que es el presidente más grande que ha tenido la superpotencia; entonces no encuentra explicación a su derrota en las elecciones recientes; no hay otra, para él, que un fraude, una conspiración en su contra. Para prevalecer, ha recurrido a todos los medios, a todas las tretas; ha tratado de que los responsables de las elecciones en los Estados de la Unión, en las que cree haber sido víctima de una conspiración, modifiquen los resultados en su favor; ha llegado a presentar sus impugnaciones hasta en la Corte Suprema. Todo inútil, los estados y las cortes han rechazado sus pretensiones, inclusive aquellos de manifiesta mayoría republicana, es decir, de su propio partido. Pero las cosas no han terminado, porque el Partido Demócrata reclama una sanción para el infractor: quieren que renuncie; le solicitan al vicepresidente Pence aplicar la Enmienda 25 de la Constitución, y que, en acuerdo con la mitad más uno del gabinete, destituya a Trump y asuma la presidencia. El vicepresidente no descarta el hacerlo, talvez en última instancia lo haría, si la permanencia de un Trump alterado constituyera un peligro para la seguridad de los Estados Unidos. La actuación de Pence ha sido ejemplar: no cedió a las presiones del presidente y continuó con el trámite de la proclamación de los resultados electorales. Si el vicepresidente no destituye al presidente, los demócratas iniciarían el juicio para la destitución —el famoso impeachment—; como ya se trata, más bien, de sancionarlo, podrían esperar para concretarlo unos cien días hasta que el electo presidente, Biden, pueda concluir la formación de su gobierno. Pero estas acciones para restañar las heridas institucionales no han eliminado todos los peligros: existen grupos violentos, principalmente de supremacistas blancos, que estarían planeando nuevas acciones de fuerza, contra el mismo capitolio nacional y contra los de los Estados de la Unión. El expresidente Bush al condenar los hechos provocados por Trump, de su partido, ha exclamado: “¡Que los Estados Unidos no son una república bananera!”.

Que no nos consideren como república bananera debería constituir nuestra preocupación principal; pero no, seguimos impertérritos en este cuento de nunca acabar, en el que los organismos electorales se enfrentan siguiendo las instrucciones de los partidos políticos a los que representan. Con un proceso electoral con consejeros destituidos, su resultado será la elección de un presidente sin legitimidad, con la consecuente inestabilidad, ingobernabilidad, quizá caos. Los organismos electorales pueden creerse supremos, pero sobre ellos está un tribunal superior: el de la Opinión Pública. Los ecuatorianos están mirando; quién sabe si se produzca un efecto bumerán. Como he dicho: no hay quien desate, como Alejandro Magno, este nudo gordiano. (O)