Me siento orgullosamente guayaquileña y orgullosamente ecuatoriana, porque esta ciudad y este país me han dado la oportunidad de realizarme como persona y como profesional. Cumplí más de 50 años con un trabajo y una vocación que aún me llenan de alegrías; formé una familia en la que cada quien labra su porvenir con estudio, trabajo, en la que a los problemas se les busca solución enfrentándolos sin dejarnos seducir por facilismos transitorios ni corrupción, y contando con la protección del Creador.
Nací y crecí en una ciudad gentil o ideal, ubicada entre la ría (río Guayas) y el Estero Salado; sus límites por el norte eran los cerros Santa Ana y del Carmen, y por el sur la calle Gómez Rendón, al final de ella hacia el estero solo veía la fábrica de cemento Rocafuerte. Cerca de los cerros del norte, ese estero de aguas limpias entraba hasta lo que hoy es la avenida del Ejército; y nosotros que vivíamos cerca, avanzábamos hasta allí por la calle Alejo Lascano, los domingos, y nos dábamos refrescantes baños. Paseábamos por un malecón con la vista al Guayas surcado por embarcaciones de otras provincias y barcos de alto calado de otros países. Teníamos unas cuantas calles pavimentadas, había tres líneas de buses: la 2, iba por la calle Santa Elena, la 4 iba por la avenida Quito, y la 8 por la avenida 9 de Octubre. Me vienen a la mente los recuerdos de un enorme bus verde descapotable; los tranvías eléctricos rojos; los juegos; las Navidades; los paseos en botes que se alquilaban; recorrer a pie las calles sin temor a los asaltantes; etc.
Guayaquil comenzó a crecer desmesuradamente en medio de la inseguridad. Es el precio que pagó por ser fuente de trabajo y luz del futuro. No importa que sus ancestros ya no vivan en sus riberas, se amurallaron en otras brisas. Nosotros aquí seguimos toda una vida satisfechos de haber aportado a la ciudad. (O)
Clara Carole Peña Delgado, licenciada en Educación, Guayaquil