El partido entre Barcelona y Emelec se transformó en clásico porque cada uno de los equipos de fútbol debió enamorar y conquistar a los aficionados hasta convertirlos en devotos. Solo así ese juego comenzó a formar parte de la propiedad cultural guayaquileña. Desde su fundación, los dos clubes del Astillero crearon una diversidad de gustos y colores y establecieron una contradicción en las querencias. Pero lo que subió la intensidad del enfrentamiento en su origen fue, sin lugar a dudas, a qué clase social pertenecías. Esa fue la clave para crear la rivalidad histórica, en la que el tiempo, valores y actores sirvieron para forjar en fuego el Clásico del Astillero.

Por una parte, en los inicios, estaban los cholos, los descamisados, subyugados por la entrega y el arte que les regalaban en esas mañanas domingueras guayaquileñas Pajarito Cantos, Pelusa Vargas, el Cholo Chuchuca, el Patucho Romo, el Flaco Alume y luego todos aquellos que tomaron la posta, como el Gato Ansaldo, el Pollo Macías, el Ministro Lecaro y tantas más estrellas. Explica bien Fernando Artieda cuando describe: “Ese fútbol bravío que llegó directo a la venas del patalsuelo, del estibador de los muelles de la ría, de los cacahueros de la calle Panamá, de los jugadores de la pelota de trapo, del tocador de guitarra, del aguardientoso borrachito de la esquina”.

Y por supuesto en la tienda emelecista, los que crecieron con estadio propio de la mano del Gringo Capwell, funcionarios de la Empresa Eléctrica que, por su oficio, eran amigos de gente pudiente de la sociedad guayaquileña. Líderes empresariales, visionarios que invitaron a trabajadores, empleados y gente común de clase media, porque comprendieron que si se estaba formando un Ídolo del Astillero, también se necesitaba de un opositor en el campo de fútbol para así socializar la popularidad. Los emelecistas, con el membrete de ‘millonarios’, desde su espacio hicieron camino al andar conformando equipos con futbolistas nacionales a los que acompañaban extranjeros de alguna fama, que le daban ese toquecito de exclusividad. Así aparecieron Júpiter Miranda, Tarzán Torres, mezclados con rioplatenses como Eladio Leiss, Atilio Tettamanti, Juan Avelino Pizauri. Esa era la modalidad con que Emelec estaba dispuesto a compartir la popularidad y la fama.

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El Clásico no es obra del ‘marketing’ ni de las modas.

El destino no podía demorar y los enfrentó en una cancha de fútbol para ese primer duelo oficial del 22 de agosto de 1943. Ese que arrancó como un partido de vecinos de barrio debió esperar algunos años para ser el duelo crucial; mientras tanto, Guayaquil Sporting, Patria, Panamá, Norteamérica, 9 de Octubre y otros equipos guayaquileños ganaban los títulos. Hay que recordar que en 1945 abre las puertas el Estadio Capwell y se juega ahí el primer encuentro de fútbol entre Emelec y una selección Manta-Bahía; para luego, en 1946, quedar campeón Emelec en el torneo federativo y amateur del Guayas de la primera categoría. Mientras todo aquello sucede, en 1946 Barcelona ya presenta un equipo competitivo, ilusionado en ganar copas.

Fue en 1949 cuando se organizó en el Capwell la Copa del Pacífico, torneo internacional al que concurrieron Alianza Lima, Magallanes de Chile, Aucas de Quito, Barcelona y Emelec. La historia cuenta que el 11 de mayo de 1949 los Equipos del Astillero se midieron y jugaron un partido soñado e inolvidable por muchas razones. Barcelona ganaba cómodamente 3-0 hasta que sucedió lo inesperado: se fue la energía eléctrica y esto provocó la reacción de la numerosa hinchada barcelonista, que pifiando reclamaba por tal suceso. Lo que sucedió después lo encontré descrito en un artículo de la revista Estadio del 2007, titulado “Historia de una pasión”. La nota en mención fue escrita por Antonio Ubilla; sobre ese juego de mayo de 1949 y sus consecuencias cuenta esto: “Sorpresivamente, cuando se jugaban las acciones del segundo tiempo, se produjo un misterioso corte de energía en el estadio Capwell. Una hora después, con el regreso del fluido eléctrico, Emelec logró empatar. El corte de energía produjo indignación en la hinchada amarilla, a tal punto que llegaron hasta las instalaciones de la Empresa Eléctrica para lanzar piedras”. Un año antes, en septiembre de 1948, Diario EL UNIVERSO publicó por primera vez la denominación “Clásico del Astillero”.

Pier Paolo Pasolini, personaje del periodismo italiano, diferenciaba al fútbol en dos tipos: 1) el poético, en el que primaba la imaginación, creatividad y talento; y 2) el prosístico, que era el correcto, pero sin emoción; académico, pero sin vuelo. Decía que en esas dos versiones se explicaba la magia del fútbol.
No porque lo dijo el escritor, poeta y director de cine italiano tiene que ser lo correcto. Olvida incluir Pasolini el aspecto sensorial que tiene el fútbol desde su esencia, lejano de lo estético que puede representar dentro de un campo de juego. Olvida que la magia del fútbol está en esa génesis pasional que viene del hincha, una magia que está todos los días en la esquina de los barrios, en los bares, en las cafeterías, en las reuniones sociales, en el desayuno o en la cena familiar, y hasta cuando algunos se persignan al dormir el día antes de un Clásico. Ahí reposa la magia del fútbol.

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Los unos y los otros, azules y amarillos, crearon la rivalidad, hicieron que los partidos se volvieran clásicos; y han pasado más de siete décadas desde que se viene fraguando esa competencia que nació de futbolistas lúcidos en la cancha. Ellos son los que con el pasar de los tiempos siempre serán recordados. Los antiguos, en esas hermosas fotos en sepia; y los contemporáneos, a todo color digital. Todos son parte de esa sinergia indispensable entre el crack y la hinchada.

Hace un tiempo leía que en una conferencia se discutía si el balompié era para ser analizado desde el campo filosófico o era tema para la sociología. Hasta que uno de los oradores interrumpió diciendo que a Carlos Gardel, quien mucho le cantó al fútbol, cuando se le preguntó hincha de qué equipo era, contestó: “El fútbol es un sentimiento que tiene pasión propia, no requiere ciencia que lo explique. Uno debe ser hincha del club que más se identifique con el pueblo, que es el que más necesita felicidad”. Simples palabras para un concepto sabio.

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Hoy se jugará un nuevo Clásico del Astillero, por fuerza mayor sin aficionados. Ese complemento necesario en la fiesta grande del fútbol ecuatoriano no llenará por esta vez el viejo-remodelado estadio George Capwell. No se entonarán los cánticos, no temblarán las gradas y con esa ausencia se jugará un partido vital, porque los dos equipos requieren los puntos que los acerquen a la gran final. Ambos llegan con las mismas unidades (21), mismo gol diferencia (más once) y las mismas aspiraciones. Tienen claro que está prohibido perder, aunque es posible y doloroso. Eso sí, los que no tienen excusas son los cuerpos técnicos; ellos tendrán que demostrar si están preparados para una contienda de tanta importancia. A estas alturas conocen sin restricciones las virtudes y defectos propios y ajenos.

Por todas estas razones concluyo que el Clásico del Astillero no lo construyó el marketing, ni las modas, ni el costumbrismo. El clásico nuestro es producto auténtico de una historia llena de orgullo, sudor y lágrimas que lo hacen inigualable. Sobran los motivos para afirmar que el Clásico del Astillero es y será un partido trascendental, desde siempre y hasta siempre. (O)