Si bien las expectativas mundiales alrededor del Óscar cada año son altísimas, la cadena ABC y los canales que se conectan a la maratónica transmisión siempre lloran sobre ratings que disminuyen considerablemente. El domingo el asunto fue peor: el show se quedó sin anfitrión días antes y el resultado fue un evento repetitivo y letárgico, a pesar de que muchos de los premiados correspondían a los intereses del gran público.

“Hollywood es ahora una dimensión desconocida”, dice el crítico Michael Schulmann en la revista The New Yorker. Tanto el cine independiente de EE.UU. como lo que nos llega en Netflix (solo allí vemos la originalísima Roma, una de las grandes premiadas) ya no se gesta en los estudios de Los Ángeles. La transmisión en vivo fue patéticamente formal, enfatizando un balance políticamente correcto en la selección de premios, donde se priorizaron las temáticas de conflictos raciales (Green Book, If Beale Street Could Talk, BlacKkKlansman). Como show en vivo quizás el único elemento que nos hizo vibrar fue la apertura con Queen y el dueto Cooper-Lady Gaga haciendo la canción que ganó.

Hubo un vacío imperdonable: en la edición de imágenes recordatorias de las grandes figuras fallecidas, no se incluyó al director Stanley Donen –junto al actor-bailarín Gene Kelly– creadores de Singin’ in the rain (1952), un clásico del cine musical que abrió muchas ventanas creativas a otros directores. “Donen nos enseñó a cantar bajo la lluvia en cada película que hacíamos”, dijo Francois Truffaut. La magia que Hollywood traía en esos años se imponía en el mundo con estrellas que marcaban épocas.

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En 1995 se celebró el primer siglo del nacimiento del cine. Concebido como el Séptimo Arte, esa luz inicial que proyectaba imágenes silentes en salas oscuras, transformó la vida del mundo, junto con nuestra imaginación y nuestra memoria. Nunca lo olvidemos. (O)