Esta pandemia nos expone a un virus que no respeta ni discrimina por religión, ideología, raza o estatus económico. El 6 de enero vimos que el virus de la mentira, corrupción y ambición de poder actúa con igual irrespeto. El ataque de una turba cegada por odio sembrado por un megalómano sentado en la Casa Blanca (Estados Unidos) confirma que tal virus ataca por igual en una república subdesarrollada como en la primera potencia del mundo.
Cuatro años en que la presidencia de los Estados Unidos se destacó por sus continuos conflictos, mentiras y abuso de poder, discursos cargados de irrespeto a las instituciones, así como abierta simpatía por grupos separatistas, desprecio por la naturaleza y calentamiento global; todo pasó factura electoral. Era de esperar. Trump perdió las elecciones del 2020 y el voto popular. La factura incluyó que su Partido Republicano pierda el control del senado. Pero un megalómano jamás acepta la derrota. Después de 53 juicios de fraude electoral rechazados en cortes estatales y federales por falta de evidencias, decidió atizar el fuego del fanatismo convocando una marcha contra el capitolio, incitando a impedir la certificación de Biden como presidente electo. Las muertes manchan con sangre. Nosotros tenemos nuestro propio megalómano, un tal que aún patalea por el poder, se niega a dejar que Ecuador avance, que niega los sentenciados actos de corrupción, maniobró la turba indígena contaminándola con infiltrados venezolanos incendiando y asaltando la Contraloría. En ambos casos, el castigo debe ser inmisericorde y ejemplar. El virus del poder es implacable cuando se aloja en el cerebro de megalómanos. (O)
Gustavo Echeverría Pérez, avenida Samborondón