El año empieza, la luz se extiende –la aurora–. Abres el ojo –la luminosidad azul, de hielo–, el cuerpo adormecido –la calma que precede a la guerra–, la sábana te cubre. Dos mil veintiuno. No lo crees, yo tampoco lo creo –y mejor me adueño ya de la palabra–. Desde hace años, cuando el dolor o el miedo me asaltan, acude infaltable Emily Dickinson: “Pain has an element of blank; / It cannot recollect / When it began, or if there were / A day when it was not. // It has no future but itself”. Sí, es triste. Su pegajosa belleza –al poema no le sobran ni echa en falta palabras, su ritmo, su tono– no ayuda: me entregaría la jornada entera a la autocomplaciente y cómoda melancolía. No me animan, por otro lado, los imperativos de esos sacerdotes del optimismo (que no positivismo, como con tanto ímpetu recitan varios). Es algo más profundo que una disposición lo que me anima. Este año puede ser todavía peor –rezaría el salmo de esos otros sacerdotes, cínicos, del pesimismo– quizá no basta –para mí no– con martillarse un sé positivo (ahí sí es correcta la palabra).

Me tomo este tiempo –esta cansina introducción– como quien se levanta de la cama. Parpadear, estirar los brazos y piernas, inclinarse a un costado y envolverse con dicha en las sábanas –no hay mejor momento para dormir que cuando hay que despertar–, y al cabo de unos minutos –sean los que sean– bajar los pies y encorvar el cuerpo saboreando la calma que se va. Entonces mirar hacia el sol, buscar ese encuentro que no pasa de un doloroso segundo –el fulgor es excesivo–. Me tomo este tiempo –y de esto y no otra cosa van estas líneas– porque creo que si un propósito nos debemos –“darse amor”, mandato de la cultura positiva– es vivir más lento, siempre más lento.

Alguno decía que leer es aprender a leer más lento: por supuesto, una afrenta directa a la lectura rápida y su determinación por desechar letras y brincar los momentos, como si la vida se hiciera de capítulos que se pueden omitir a voluntad.

Me parece que la vida debe irse en un esfuerzo por enmarcar los segundos. Cosa a la que, por otro lado, los artistas dedican sus esfuerzos: la música, ese tiempo extraído del tiempo y sellado en unos minutos que se pueden repetir; la pintura que aferra –asalta y congela– una emoción, un girasol (Van Gogh, por supuesto), un rostro, un paisaje; el poema, pienso ahora en La Luna de Sabines o A una rosa de Góngora: ver la luna, ver la rosa, como si no existiera cosa alguna fuera de ellos, como si las extrajera de la fugacidad y las coronara en la permanencia. Esto –detener el tiempo– es lo que me levanta de la cama –la promesa de belleza, la contemplación nostálgica y maravillada de lo fugaz– y no permite que me entregue al regusto triste de las noticias y el alarmismo (apocada solución existencial). La vida es aprender a vivir la vida o, lo que es lo mismo, vivir el tiempo –los momentos, las cosas, las personas– hasta sacarle chispas.

La lectura rápida, insisto, no es más que la metáfora de una vida vacía, una negación del vivir. La lectura rápida es una entelequia, ni lectura ni rápida, que el tiempo es el mismo y el tedio exponencial. (O)