La equívoca celebración de hoy me sorprende leyendo Quito, ciudad de maestros, de la investigadora americana Susan V. Webster. No es un libro de crítica o análisis artístico, sino que se enfoca en las vidas y entornos de maestros arquitectos, alarifes, talladores, pintores, respaldándose en una abrumadora investigación. Creadores y artistas que, entre fines del siglo XVI y principios del XVIII, levantaron los edificios monumentales y crearon los suntuosos retablos, rejas, relieves, esculturas y todos los detalles y acabados que completaron y embellecieron esas iglesias, casas y conventos de los que por suerte se han conservado un número suficiente como para hablar de un conjunto singular y admirable. No los hicieron masas esclavizadas, como se suele decir con tendenciosa ligereza, sino maestros libres con sus propias cuadrillas de peones y oficiales. Una sociedad muy estatificada, sí, pero estable, con características distintas a las que siempre se exhiben como “coloniales”.

Webster analiza la historia y la leyenda de Cantuña, que es un paradigma de estas situaciones. El mito nos habla de un indio al que se le encarga construir el atrio de la iglesia de San Francisco, quien no habiendo cumplido con su tarea por la cual ya había cobrado, pacta con el diablo la hechura a cambio de su alma. El padre Juan de Velasco recoge la historia y habla de un indígena bueno y sumiso, que enriquece a su benefactor español con riquezas provenientes del tesoro de los incas, cuyo escondite conocía. En cambio, los documentos demuestran que Francisco Cantuña fue un maestro cerrajero que gracias a su talento y buena cabeza logró reunir una fortuna notable. La leyenda, recogida también por fray Juan de Santa Gertrudis, y la propia versión de Velasco tienen un patente trasfondo racista: un indio no puede enriquecerse, si lo hace es por “obra diabólica” o por un conocimiento casual. Sin embargo, los casos de Cantuña y de Francisco Tipán, otro acaudalado artesano indio también analizado por Webster, no fueron únicos, aunque sí infrecuentes, y nos muestran una sociedad en la que el estamento indígena tenía espacio y poder.

En la escuela me enseñaban que el 12 de octubre era el “Día de la Raza”, en una reivindicación del mestizo latinoamericano con ecos del pensamiento de José Vasconcelos, pensador mexicano, muy influyente a mediados del siglo XX, quien consideraba que esta combinación constituía una “raza cósmica”, en la que se unían lo mejor de todas las estirpes humanas. Estas ideas se han apagado, se habla hoy del “día de la resistencia indígena” y conceptos similares que conllevan la idea de enfrentamientos basados en hipotéticas diferencias étnicas. Con enorme facilidad estos choques se hacen violentos, como ha acontecido en Argentina, Chile y, por supuesto, en el “Octubre Negro” del año pasado en Ecuador, de tan ingrata recordación. Frente a tales actitudes destructivas, racistas y agresivas, por qué no adoptar la vía de Cantuña, una colaboración creativa entre todas las comunidades, como la que permitió la creación del magnífico conjunto artístico, arquitectónico y urbanístico que constituye el Quito colonial. (O)