Les he contado que desde hace algunos años procuro concluir el año con la lectura de un libro de Aristóteles. Es higiénico. 2020 dejaba una estela contaminada de coronavirus y miseria, refregué su cola con la poderosa lejía de la Ética eudemia. No pensaba comentarla, pero me lleva a hacerlo una noticia que informaba que un estudio de cierta firma encuestadora transnacional determinaba que Ecuador es el tercer país más feliz del mundo. Conclusión apresurada, hecha entre un grupo minoritario de Estados, con un análisis bastante simple. A lo mejor convenía no tomar en cuenta esta cuenta, pero es una muestra del concepto erróneo de “países felices”. No, los países no son felices, porque la felicidad es una condición de los individuos y no de los colectivos. Este tipo de mediciones se basa en la pregunta “¿es usted feliz?” hecha a lo que consideran una muestra significativa de la población. El problema estriba en que la felicidad es una entidad subjetiva, que cada ser humano entiende a su manera. No es como el ingreso per cápita, ni como la expectativa de vida, que son más o menos la misma cosa para todos y, digamos, se pueden demostrar objetivamente.

El asunto no es menor, pues la felicidad es el propósito de todo ser humano, o sea, es el tema más importante posible. La Ética eudemia, también conocida como Ética a Eudemo, es un libro misterioso escrito por un Aristóteles todavía joven, tratando de independizarse de la doctrina de su maestro Platón, quien sostenía que la idea absoluta del bien determinaba la ética. El discípulo establece que la conducta humana tiene una finalidad y que esa es la eudaimonía, el ser poseído por el buen espíritu, la felicidad expresada en palabras e ideas griegas. Este estado maravilloso no es natural, sino que cada uno debe conseguirlo, puede lograrse con el cultivo de las virtudes y de las acciones que proceden de ellas. La felicidad así entendida no solo que no puede ser definida igual para todos los seres humanos, sino que cada uno ha de lograrla a su manera.

Con sabiduría los padres fundadores de los Estados Unidos establecieron que toda persona tiene derecho “a buscar la felicidad”, no a la felicidad, porque no es posible. El no alcanzarla está implícito en esta propuesta. La sociedad y las entidades políticas deben proporcionar a su asociados las posibilidades de realizar esa búsqueda. Las primeras condiciones para hacerlo son los otros dos derechos, vida y libertad, que deben garantizarse a cualquier precio. No es fácil conciliar estos dos derechos supremos de vida y libertad, en el último año nos hemos enfrentado a muchos dilemas en que ambos parecen enfrentarse y hasta contradecirse. El derecho a buscar la felicidad es aún más evasivo y complicado de determinar, porque la inmensa mayoría de seres humanos no tiene un concepto claro de su propia felicidad. En un Ecuador con tantas carencias resulta inexplicable tanta felicidad, a menos que admitamos que nos conformamos con muy poco. Las dictaduras han fracasado siempre al imponer a sus súbditos su propia idea de felicidad. Alguno piensa lograrla depositando en la cuenta de un millón de personas mil dólares falsos. (O)