Papá nos reunía a todos en el gran hall de la entrada de la Clínica del Seguro. Éramos un montón de guambras, y de todas las edades. Nos ordenaba, a propios y extraños, que hiciéramos una gran fila, fuéramos pasando de uno en uno y abriéramos la boca para recibir las gotas de la vacuna de la polio, o mostráramos el brazo o la nalga para diversas vacunas o sus refuerzos.

Algunos niños o niñas lloraban bajito, otros se aguantaban el dolor y solo fruncían el ceño, pero todos los chicos recibían su dosis con resignación. Todos excepto una: yo, la longa mimada y majadera que armaba berrinche y en cada jornada de vacunación hacía un show de grandes proporciones. Lloraba, gritaba, chillaba, pataleaba y finalmente huía y me escondía debajo de una enorme piedra de lavar. Se necesitaban tres enfermeros y una monjita de La Caridad para reducirme y pincharme la vacuna o hacerme abrir la boca.

Papá, que tenía una paciencia de Job y me daba gusto hasta en lo indecible, cambiaba radicalmente de actitud el “día de la vacuna”. Era la única ocasión en que yo no me salía con la mía. El doctor Marquito se ponía firme y no le temblaba el pulso el rato de pincharme o con los ojos ordenarme: ¡Traga!

Ahí entendí la importancia de las vacunas, la importancia de estar inmunizados para no contagiarnos de enfermedades graves y en muchos casos para no contagiar a otros.

Ahora han inventado la vacuna para el COVID-19, el virus que nos cambió la vida, el que paró el mundo y nos mostró que la vida sencilla es posible, que lo realmente importante no radica en el éxito ni en la abundancia ni en la posición, sino en la salud, la música, los libros, los amigos y la familia.

Ese diminuto bicho verde que nos reconcilió con nosotros mismos y nos volvió pacientes y solidarios también es un mal nacido que amenaza de muerte a toda la humanidad, que ha regado y sigue regando dolor y desasosiego por todo lado. Desde que apareció no vivimos en paz, no podemos abrazarnos libremente y el miedo nos persigue.

No sabemos cuándo llegará la vacuna a Ecuador, pero algún momento lo hará y desgraciadamente no será la panacea. Si los seres humanos seguimos siendo tan pendejos, de poco o nada servirá. Si una vez inmunizados volvemos a buscar desenfrenadamente tener antes que ser, oprimir antes que compartir, explotar los recursos naturales antes que cuidarlos, acumular antes que dar, de nada habrán servido las cuarentenas, las mascarillas, el distanciamiento social y las vacunas.

Lo que el mundo necesita es una vacuna de verdad. Una contra la pendejez de la ambición. Tenemos que inmunizarnos contra la visión corta y la falta de análisis; contra la indiferencia con la que miramos la mediocridad de la política; contra el descaro, la falta de ética y la corrupción de funcionarios públicos y privados que la han convertido en un estilo de vida.

Esa es la vacuna que le falta al mundo y le urge a nuestro país.

Si vamos a recuperar la libertad de sentir el viento en la cara, que sea para cambiar, para empezar, de una buena vez, a construir justicia. (O)