Antes de escribir esta columna estaba mirando el río, por cuyas orillas andaba de niño con mi querida gallada de barrio para ver el ruidoso andar de las lanchas, de las canoas y de las balandras que eran parte del paisaje.

Nos deteníamos cerca del muelle fiscal para admirar el paso ligero de los cargadores que llenaban de racimos de banano las entrañas de los buques, subiendo y bajando por las rampas con una vitalidad extraña en gente de poco físico que trabajaba 24 horas.

El río tenía entonces un tráfico enorme; por el norte hacia los pueblos ubicados en las orillas del Daule y el Babahoyo y por el sur, por el canal de Jambelí, hasta Puná y Puerto Bolívar y pueblitos como los Chupadores. La vista del río, que hoy es un desierto líquido, me trasladó en ruedas del recuerdo hasta ese 1956 en que con mi hermano Andrés nos atrevimos a cruzarlo a nado en una de las travesías que se hacían en  julio.

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Mi madre estaba aterrada y no quiso pasar al muelle de llegada. No estaba segura de que sus hijos iban a completar la carrera. Prefirió esperarnos en el malecón, sentada en un banco, con una jarra de jugo de naranja, zanahoria y beterava para reponernos del esfuerzo.

Nosotros tampoco estábamos tranquilos cuando una pequeña lancha nos trasladaba a Durán, al muelle del Ferrocarril que era el sitio de partida. 

Nuestro padre nos alentó desde el primer momento contándonos las épicas jornadas acuáticas de Jojó Barreiro, Electra Ballén y Rafael Patachón Mármol, los ases de Liga Deportiva Estudiantil (LDE) que habían escrito capítulos heroicos desafiando a los lagartos para llegar hasta Punta de Piedra.

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Estaba sumergido en esas evocaciones cuando recordé que el domingo 14 –hoy, precisamente– se cumplían 55 años de mi inicio en el periodismo, un largo y a veces azaroso trayecto en nuestro país y en Estados Unidos.

Una profesión “maravillosa y maldita”, como la calificó el venerable maestro Diego Lucero, quien dijo en un discurso durante un homenaje que le dimos sus colegas ecuatorianos, en el club Biblos, en 1993 con ocasión de la Copa América. “Es maravillosa porque podemos charlar con un primer ministro en zapatillas y una hermosa vedete en camisón. Y maldita porque cuando se nos mete en el corazón, no podemos dejarla nunca. Seguiremos siendo periodistas hasta el último día” agregó el uruguayo.

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Yo estaba destinado a ser abogado y lo fui. Pero en una esquina se me cruzó el periodismo y fue como una revelación: esa era mi verdadera vocación.

Sentí en lo más profundo del alma que estaba destinado a contar historias y a juzgar el presente, trasladando al público lo que a mi entender era la verdad sin distorsiones pasionales, sin servilismos nacidos del compromiso, del amiguismo, del interés personal que suele ser alimentado por la intimidación, el temor de irritar a los que ostentan el poder, la obsecuencia y casi siempre por el dinero.

 No voy a nombrar a nadie –no valen la pena– pero he visto chapotear en el barro a periodistas que prometían ser celosos vigilantes de la honestidad dirigencial y que, pese a provenir de las filas del deporte en el que se aprende a ser noble, leal, vertical, eligieron el camino más fácil y rentable, convertidos en abyectos defensores de la inmoralidad.

Desde el principio elegí la historia. Esa propensión al estudio del pasado como modo de revelar al público los sucesos memorables ya olvidados tuvo varios orígenes. La primera fuente fueron mis padres. Mi madre (Italia) leía las páginas deportivas y nos contaba a mis hermanos y a mí los detalles del recibimiento de los Cuatro Mosqueteros del Guayas en 1938 y del Sudamericano de Guayaquil en 1939, con la inauguración de la piscina olímpica un año después.

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Ella estuvo en la Barra Modelo que dirigía Rigoberto Pan de dulce Aguirre y nos narraba las hazañas de esa gran nadadora brasileña que fue María Lenk y de la primorosa Jeannette Campbell, de Argentina, que había sido medalla de plata en los JJ.OO.  de Berlín  1936.

Mi padre (José Andrés) era un enamorado del deporte. Mi tío abuelo, José Vasconcellos Cornejo, lo llevaba al viejo estadio Guayaquil desde los 10 años para que lo viera jugar en el famoso Racing Club, campeón de 1922 y 1924, en el que formaba la línea de halves (medios) con Eduardo Buche Icaza y Guillermo Muñeco Icaza.

Tenía una charla cautivante y su predilección, aparte del deporte, era la literatura, de la que llegó a ser un profundo conocedor. No se perdía ningún programa deportivo. Con él fuimos al Capwell a ver Río Guayas contra Santa Fe de Bogotá, en 1952, y con mi hermano Andrés nos enamoramos del fútbol. El coliseo Huancavilca era otro de sus lugares de visita.

En esa canchita de cemento vimos a los grandes del básquet en los años 50. Mi padre no se perdía los partidos de LDE porque en ese club jugaba nuestro vecino: el malabarista Miguel Cuchivive Castillo. Allí vimos las primeras peleas de boxeo y entre sus predilectos estaban José Rosero Abril, el formidable peso mosca de Emelec, aunque a veces también hacía barra a Pepe Julio Moreno, de LDE. “Rosero es el único que puede compararse con mi compadre Eloy Carrillo, campeón bolivariano en 1938” era una de sus frases.

Otra fuente fue El Gráfico, la gran revista argentina. Me cautivaron Ricardo Lorenzo (Borocotó) y Félix Daniel Frascara cuyo estilo literario y elegante fue una de mis primeras maravillas en el periodismo.

Después vino la LDE y su bullicioso coliseo de la calle Luque. Yo ya era nadador de ese club del que soy socio vitalicio. En las tardes íbamos los muchachos del barrio a ver las prácticas de básquet, de lucha, boxeo, levantamiento de pesas, absortos en los enviones que practicaba Alberto Bayas Rivera, ese gran deportista y amigo. Al final de la tarde llegaban Jojó Barreiro, Manuel Chicken Palacios, Cocoliche Cucalón, Juvenal Sáenz, Caballito Zevallos y muchos más de los que aprendí muchas historias solo oyendo y preguntando.

La natación me llevó al periodismo. En 1964 EL UNIVERSO buscaba alguien que estuviera enterado de los pormenores de la natación, pues Guayaquil iba a ser escenario de un torneo Sudamericano. Mi amigo y colega Jaime Rodríguez Peñafiel, el inolvidable Piña, me recomendó y me aceptaron hasta hoy. Escribí mi primer artículo el 14 de julio de ese año y seguí durante una semana.

Don Francisco Pérez Febres-Cordero nos pidió a Andrés y a mí que hiciéramos una columna. Así nació ‘Braceando’, firmada con el seudónimo de Neptuno. Mantuve la columna hasta 1992. ‘Braceando’ duró 28 años y no era solo informativa. Era, sobre todo, muy crítica y eso me generó enemistades que se disolvieron pronto.

Son 55 años de intensa dedicación  e indeclinable rectitud profesional cumplidos con Diario EL UNIVERSO, La Razón y El Diario La Prensa, de Nueva York (también vinculado a CRE como comentarista de tenis en series de Copa Davis y el Mundial de Natación, y como director del programa Gol y Show, en el antiguo Canal 10). En el medio,  ocho libros que mezclan historia y literatura. En este aniversario prometo continuar mi labor crítica y escribir de historia hasta que el cuerpo aguante.

Estaba destinado a ser abogado y lo fui. Pero en una esquina se me cruzó el periodismo y fue como una revelación: esa era mi real vocación. Seguiré siendo periodista hasta que el cuerpo aguante.

(O)