Un carbonero, asustado con la idea de morir, resolvió invitar a la muerte para madrina de su hijo. “Así ella no me lleva, porque tendrá que cuidar de mi hijo”, pensaba. Él vivió muchos años, pero un día la muerte necesitó buscarlo; para no tomarlo de sorpresa, le avisó de su visita con anticipación; así el carbonero podría prepararse. El hombre se aterrorizó y, en el día marcado, se disfrazó de mendigo y se fue a la calle. La muerte llegó.

“Mi marido no está en casa”, dijo la mujer del carbonero.

“¡Menos mal! Voy a llevar a aquel mendigo y Dios no va a reclamar”.

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Y el carbonero fue cargado por la muerte.

La bendición que no es notada

Un león encontró un grupo de gatos conversando.

“Voy a devorarlos”, pensó.

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Pero empezó a sentirse extrañamente calmo y resolvió sentarse con ellos, para prestar atención a la conversación.

“Mi buen Dios, expresó uno de los gatos. ¡Rezamos toda la tarde! ¡Pedimos que lloviesen ratones del cielo!”.

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“¡Y nada sucedió!, dijo otro. “¿Será que el Señor no existe?”.

El cielo permaneció mudo. Y los gatos perdieron la fe.

El león se levantó y siguió su camino, pensando:

“Mira cómo son las cosas. Yo iba a matar a esos animales, pero Dios me lo impidió. No obstante, ellos dejaron de creer en la gracia divina. Estaban tan preocupados con lo que les estaba faltando que ni repararon en la protección que recibieron”.

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El fin que llevó el cuerpo

“¿Por qué estás triste?”, dijo un santo a otro, al caminar en el paraíso.

“Porque durante mi vida en la Tierra hice de todo para evitar los placeres de la carne; me dediqué exclusivamente al espíritu y esto me obligó a castigar mi cuerpo con los peores suplicios. Yo lo flagelé durante muchas noches, para evitar las tentaciones, y lo alimentaba mal. Lo trataba con todo el desprecio posible”.

“Pero fue por eso que te convertiste en santo”.

“Justamente. ¿Pero qué sucedió con mi cuerpo, que fue siempre tan despreciado por mí? Los hombres lo embalsamaron, construyeron una capilla a su alrededor y pasan el tiempo venerando mis reliquias”.

La fuerza de la sabiduría

R. Barros cuenta que todos los años la ciudad se reunía para un concurso. Quien cortase más troncos durante quince horas llevaba el premio. El maestro leñador siempre ganaba.

Un día, un joven resolvió desafiarlo. Confiando en su juventud y disposición, apostó mucho dinero en sí mismo. El concurso empezó. A cada hora, el maestro se sentaba un poco.

“Él ya perdió la vitalidad”, pensaba el joven, y trabajaba sin parar.

Al final, fue hecho el recuento: el maestro ganó.

“¡No es posible!, dijo el joven al maestro. ¿Cómo puede haber ganado si yo lo vi parar muchas veces para descansar?”.

“Yo no estaba descansando”, respondió el maestro. “Yo paraba para afilar el hacha”. (O)